¿Ya has celebrado más de 30 cumpleaños? si es así, al acercarse el 25 de diciembre recordarás detalles de tu infancia que hacían mágica a la fecha navideña cuando no se le llamaba Navidad, sino Pascua.
Y para que sepas de qué hablo te voy a pedir que rememores el aroma a pino dentro de la casa en diciembre, si ese recuerdo es parte de tu historia entonces viviste las navidades de antes del reinado del celular y el internet.
Escribo desde mis recuerdos viviendo en Futrono, en esos años lo usual era marcar esa celebración con un pino, uno real, verdadero emblema navideño. No sé si en los poblados pequeños y rurales se vendían esas coníferas tan cotizadas en navidad, al menos que yo recuerde los pinos se iban a buscar a algún pinar cercano, quizás después de la caída de la tarde, seguramente para evitar algún cobro por el ilícito.
Para ser sincero, jamás escuché de alguien que haya sido expulsado de un predio o detenido por la ley por llevarse un pino, es probable que tanto propietarios como Carabineros hayan hecho la vista gorda ante la tradición, si alguien dice otra cosa por favor hágamelo saber.
La tarea de buscar el árbol por lo usual era del jefe de familia quien, provisto de un hacha, partía al monte a elegir una rama bonita y bien proporcionada. El hecho es que las casas tenían un aromático pino navideño plantado por lo general en un tarro de 20 litros de capacidad, forrado con papel de regalo y que se instalaba en el comedor o living, para luego “vestirlo” como se le decía a la acción de adornarlo.
En el campo se le ponían guirnaldas, dulces (Arbolito de Ambrosoli), chiches y pedacitos de algodón simulando nieve, pero las luces eran privilegio del sector urbano, donde había electricidad. También se usaban como ornamento cajitas de fósforos envueltas en papel de regalo o metálico, y cuentan por ahí que también los adornaban con cerezas.
Una vez instalado y adornado, el arbolito de pascua hacía sentir que la casa estaba completa y era un elemento que daba armonía al ambiente, para los niños era la promesa de que muy pronto, en medio de la noche, traería los esperados regalos el “Viejito Pascual”, como se le decía antes de llamarlo Viejo Pascuero.
Ese era el espíritu que el arbolito representaba, el de una celebración familiar que no se centraba en los regalos sino en todo un conjunto de acciones y sentimientos que se demostraban en esa fecha con alegría.
Pero la realidad económica también tenía un lado menos amable, había niños y niñas que no necesariamente recibían regalo, y la algarabía en torno al arbolito atenuaba en algo esa carencia.
En cuanto a los regalos entregados, era una época donde estaba muy, pero muy marcada la distribución de juguetes de acuerdo a cómo se entendían los roles según el sexo: autitos y pelotas para los niños, muñecas y cocinillas para las niñas.
La blanca invención que ha sobrevivido por tantas generaciones, decía que en la noche del 24 de diciembre había que irse a dormir temprano y sin berrinches ni nada parecido para que el viejito pasara a dejar los regalos.
La mañana del 25 era despertar y saltar a revisar qué regalo había dejado el amable viejito que sabía cómo se portaban los niños durante el año. Y un poco más tarde se veían chiquillos en la calle luciendo sus autitos, pelotas o muñecas.
Así pasaban los días y llegado enero el árbol de pascua era “cosechado”, es decir, se le quitaban los adornos. A esas alturas ya habían agujillas de pino marchito por el piso de la casa, y el entristecido arbolito terminaba siendo leña o tirado en algún lugar, ni las gracias se le daba por el servicio prestado, y los ornamentos volvían a sus cajas a esperar la próxima navidad.
Y para qué decir de los dulces que se habían puesto en el arbolito, ya que los niños no soportaban la espera hasta la cosecha y poco a poco, con impunidad o no, los dulces iban despareciendo del árbol con el pasar de los días.
Con el tiempo y por gentileza del mercado llegaron los arbolitos de plástico, armables, cómodos de guardar, de distintos tamaños, que lógicamente y muy rápido pasaron a reemplazar a los clásicos pinos de verdad.
Así también, las luces pasaron de ser parte del arbolito en la intimidad del hogar a adornar casas completas, algunas que brillan como enormes barcos multicolores en las noches, donde no falta un reno o un trineo en el techo anunciando la cercanía de la navidad.
Poco a poco fue quedando atrás la rigidez casi militar de los regalos perfectamente asignados a niños y a niñas, y el siempre seductor mercado pone a disposición una aaaamplia gama de juguetes y artículos para que el Viejo Pascuero haga su trabajo en la noche del 24 y madrugada del 25 de diciembre, ahora de seguro con GPS y comunicación de última tecnología en el trineo.
Ya no hay aroma de pino en las casas y suena raro hablar de un tal Viejito Pascual, por otra parte la celebración familiar pasó a ser reclamada por la fiesta comercial de las tarjetas de crédito.
Como comentario final, otra tradición parece estar levantando la mano para despedirse, me refiero al cordero de año nuevo. Hasta hace unos tres años era común y normal en esta fecha oír en todas partes los balidos de los ovinos que pastaban en los patios a la espera del último día del año.
Las restricciones del tiempo de covid-19 y la inflación que elevó los precios, y claro el recambio generacional, alejaron a los corderos de los hogares y se buscaron opciones más accesibles.
Como sea, cada generación es testigo del fin de algo aunque también del nacimiento de otras cosas, y las tradiciones entran en ambas listas. Las emociones ya no son las mismas y solo nos queda el sabor cálido del recuerdo.
A los lectores y lectoras que han leído mis columnas les deseo una feliz Navidad y un mejor año 2023.
Mario Guarda Rayianque.
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