Gustave Verniory llegó al país en 1889, y fue contratado por el gobierno de José Manuel Balmaceda para dirigir la construcción de cientos de kilómetros de vías férreas para unir el sur con la zona central, una tarea vital para el desarrollo de Chile.
Junto con trabajar duro, el ingeniero nacido en la región de Las Ardenas, en Bélgica, aprovechó su escaso tiempo libre para escribir “Diez Años en Araucanía 1889-1999”, un libro que debiera ser de lectura obligatoria para cuanto hombre, mujer y niño nazca, pise o circule por la maravillosa tierra que nos tocó en suerte hacer nuestra.
Aunque al arribar tenía apenas 23 años, Verniory se impuso como jefe. Y a veces tuvo que hacerlo revólver en mano, porque en aquellos años la zona que se conocía como La Frontera era un perfecto Far West al que solo le faltaba John Wayne. De haber ocurrido sus andanzas el norte del río Grande, con toda seguridad ya estarían incautadas por Hollywood.
No solo hay balaceras entre buenos y malos, cristianización forzada de los mapuches mediante la entrega de aguardiente, peleas de cantina, emboscadas, duelos, etc., etc., porque también Verniory describe cómo se cómo se construía un ferrocarril con los medios y herramientas de la época. Por ejemplo, relata con lujo de detalles el uso de las campanas herméticas que servían para que los trabajadores sentaran los cimientos de un puente debajo del agua de los ríos. A veces fallaba el sistema, tal como les ocurrió a los gringos con el puente de Brooklyn. El saldo de víctimas era espantoso.
El joven belga, conocido por sus subordinados como el ingeniero cuatro ojos, visitó Valdivia en una oportunidad y quedó impresionado al encontrar lo que describió como una ciudad completamente alemana, mucho más desarrollada que las nacientes Victoria, Lautaro o Temuco, en las que le había correspondido vivir. De lo único que el ingeniero no quiso contar fue de sus andanzas con las mujeres. En el libro solo hay menciones a sus cocineras o amas de llaves.
Vámonos ahora al norte y avancemos unas cuantas décadas. Cuando llegamos a la universidad, tuvimos compañeros nortinos, de esos de bien lejos y nos dejaron con la boca abierta cuando nos contaron habían alcanzado a viajar en tren entre Santiago e Iquique.
Los detalles de tamaña travesía eran espeluznantes. De partida, porque era una especie de Transiberiano, pero a la chilena, demasiado surrealista como para ser cierta, pero lo era. La aventura duraba como tres días por medio del desierto, con paisajes que combinaban arena con piedras y a ratos una que otra playa. Y más encima en asientos de madera sin cojines.
Como no había alternativa terrestre y el avión de esos años era un lujo exclusivo para políticos y dueños de minas, la gallada se encomendaba a todos sus santos y se subía al tren, que en algunos tramos era tan lento que los pasajeros aprovechaban para estirar las piernas caminando al lado, a la espera de que una bajada se compadeciera de la aporreada locomotora y le ayudara a agarrar vuelo.
Chuata, pensamos. Y nosotros que nos quejamos cuando el Flecha se atrasa un rato porque se le desengancharon los suspensores a la máquina.
Lo cierto era que los sureños debíamos guardar respetuoso silencio frente a los sufridos compatriotas de la pampa, porque los nuestros sí que eran trenes. ¡Cómo no iba a ser un placer llegar a la capital en apenas una noche de viaje! Con coche comedor para quedarse conversando la amistad hasta que el personal de Ferrocarriles correteaba a los más cargantes. O con coche dormitorio para los más bacanes, que podían elegir entre litera o departamento, que era ideal cuando el viaje era con dulce compañía.
Desgraciadamente, se fueron los trenes de largo aliento, por razones que no cuesta mucho explicar. Ahora hay unos pocos, muy modernos, para tramos cortos, pensados en la gente que trabaja y debe moverse entre su hogar y una gran ciudad.
Queremos que vuelvan los trenes. Hasta Iquique es difícil, por los costos, pero nos gustaría ver un ferrocarril acorde al siglo XXI, por ejemplo, entre Valparaíso y Puerto Montt, con los respectivos ramales a ciudades como Concepción y Valdivia. El tendido de vías existe, aunque hay que modernizarlo. El país no produce petróleo, pero de a poco avanza hacia las energías renovables, así que no va a contaminar y hay que entender que un buen tren, aunque no sea tan rápido como las maravillas japonesas, chinas o europeas, resulta tan rápido como un avión, poque llega al centro de las ciudades, porque se mueve bajo cualquier condición meteorológica, porque no es necesario llegar o salir de un aeropuerto ubicado a 30 o más kilómetros de la ciudad y porque no es necesario estar una hora antes para hacer el check in y pasar por detectores anti todo. Además, un tren puede llevar mucha carga. Los jóvenes que no alcanzaron a viajar en tren n o saben lo que es poder pasearse a medianoche por todo el carro sin ganarse el odio del vecino de asiento ni saben lo que ya les dije. Irse al comedor a hacer sueño con una buena conversa y un rico bajativo.
No es barato reponer el servicio ferroviario. Eso lo sabemos, pero, ¿será tan inviable como dicen los que ponen cara fea cuando se toca el tema?
¿Qué diría Verniory, quien abandonó Chile en 1899 tras prometer que volvería en cuanto pudiera, lo que no cumplió a pesar de que vivió hasta 1949, al ver sus rieles oxidados por falta de uso?
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