Cuenta Wikipedia que fue un francés de origen belga, llamado Jean Joseph Etienne Lenoir, el genio inventor del primer vehículo movido autónomamente por un motor de combustión interna.
Fue en 1860, y el creador no se quedó con su primer aparato, que era de dos tiempos, porque tres años más tarde duplicó la potencia del corazón de la máquina.
En un comienzo, vecinos y conocidos del empeñoso Lenoir se rieron del invento, porque era demasiado pesado y lento. Salía más a cuenta caminar que subir a ese engendro de fierros, que jamás serviría de competencia al ferrocarril, que además de ser más rápido resultaba más seguro, cómodo y amplio.
Al igual que muchas creaciones, el automóvil, que aún no era conocido con esa denominación, se había transformado en otro patito feo, que, según las gentes de la época, jamás tendría alguna utilidad. Bue…, así es la vida y basta con recordar que un siglo después la empresa discográfica Decca Records declinó abrirle las puertas a cuatro chascones de Liverpool que querían hacerse ricos y famosos con su música. No tienen futuro, dijeron los expertos de Decca.
Y casi al mismo tiempo, el Santos Futebol Clubes pensó en mandar a préstamo a un flaquito que jugaba de centrodelantero y que hacía algunos goles. Para foguearlo, ya que era demasiado joven para enfrentar a los gorilas de las defensas adversarias, lo ofrecieron al Sport F. C., un club de ligas menores del estado de Sao Paulo, pero los dirigentes de esta modesta entidad rechazaron la ofertas. No tiene futuro, dijeron los expertos del Sport F. C.
Así como astutos de marca mayor se dieron el lujo de despreciar a The Beatles y a Pelé, la idea de dar crédito a la máquina infernal de Lenoir quedó demasiado grande frente a mentes tan estrechas y conservadoras.
Con el paso del tiempo, los melenudos se convirtieron en el grupo musical más importante del siglo XX, el flaquito que hacía goles fue el mejor futbolista de la historia y el automóvil, oh, el automóvil, evolucionó tanto que se convirtió en la imprescindible de las herramientas humanas, aunque ahora tiene competencia en los mecanismos informáticos.
Como les decía hace poco, siempre hay un pero.
Y el pero del automóvil es el uso que algunos usuarios le dan. Casi no hay día en que no tengamos que enterarnos de algún accidente con resultados más que lamentables.
Y todo por culpa de los que creen que al estar sentados detrás de un volante adquieren automáticamente el derecho a abusar de sus congéneres.
Basta con salir a las calles y avenidas más concurridas de nuestras ciudades para encontrarnos con escenas que hacen perder la tranquilidad al más sereno de los mortales, y todo por culpa de aquellos, especialmente jóvenes, que no hacen caso a las indicaciones esenciales para la convivencia en la vía pública. Hacen del auto un arma letal.
No quieren entender que cuando un letrero indica como velocidad máxima 50 kilómetros por hora, como en el caso de las áreas urbanas, son 50 y no 51 ni menos 70 u 80 el límite acordado. Pareciera que siempre se dirigen al hospital más cercano con un herido a bordo, en circunstancias que solo quieren llegar más rápido a la próxima luz roja.
¿Qué hacemos para detenerlos y ponerlos en regla? Al parecer no hay mucha preocupación de las autoridades, por mucho que después aparezcan dando declaraciones en las que lamentan lo ocurrido y ofreciendo ayuda a la madre de la víctima del accidente.
Personalmente, echo mucho de menos la Brigada del Tránsito de Carabineros. Existía hace años, cuando por las calles chilenas apenas circulaban unos cuantos Ford A y unas pocas góndolas con pasajeros colgando hasta del techo.
Desaparecieron los policías con la T en el brazo, porque la superioridad determinó que era innecesaria la brigada y que cada miembro de la institución actuara como agente de tránsito.
Me hace recordar cuando un colega europeo, profesor en una prestigiada universidad española me preguntó hace años cuál era la especialidad del medio en el que trabajaba y a qué público estaba dirigido. A todos, respondí.
Me miró fijamente y sentenció: “un diario para todos es un diario para nadie…”.
Lo mismo, sin dudas, ocurre con las demás profesiones, ocupaciones u oficios.
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