A la partida, mandan las ilusiones. La televisión, las redes sociales y los análisis de especialistas y profanos, hablan con sincera esperanza de las posibilidades de nuestros representantes de volver con algunas medallas. También abundan las exageraciones de parte de los que parecen convencidos de que, efectivamente, somos una potencia deportiva.
A poco andar, una tras otra, como piezas de dominó alineadas verticalmente, todo, o casi todo, se derrumba. Los chilenos van quedando eliminados y las ilusiones del principio se transforman en desilusiones. Los exagerados a esta altura ya han optado por una cínica moderación, pero sigue campando una palabra que se usa hasta el cansancio y, para peor, generalmente sin ton ni son. Es histórico.
Lo peor, sin embargo, es lo que ocurre una vez que la experiencia termina y todos regresan a casa. Los que preveían victorias se esfuman, los que antes fueron cautos ahora esparcen veneno y los otrora exagerados se cambian violentamente de bando y exigen guillotinar públicamente a atletas, dirigentes, árbitros, periodistas y a todos los que forman parte de la comunidad deportiva.
Con lo anterior, me refiero a los que ocurre en el país cada vez que se disputan Juegos Olímpicos, como los actualmente en disputa en las tierras de los samuráis, Pikachu y el tóxico Godzila.
Al momento de escribir esta crónica, se repetía lo que hemos visto durante tanto tiempo cada cuatro años. Los resultados demostraban que estamos muy lejos de ser realmente competitivos a este nivel, salvo las contadas excepciones de exponentes solitarios que se las ingeniaron para destacar, con el punto más alto en la hazaña de Massú y González en Atenas 2004.
Hay que reconocer que nuestros representantes van a los Juegos Olímpicos con metas modestas, como mejorar sus marcas, batir el rércord nacional de su especialidad o simplemente adquirir experiencia cuando se trata de exponentes noveles. Esto último ha sido motivo de burlas, pero tiene validez, por su puesto. Todos necesitamos ganar experiencia y no solamente cuando somos jóvenes.
Cada cierto tiempo aparecen las proezas, como las del Nico y el Feña, o que han servido para alcanzar las siete medallas de plata y las cuatro de bronce que lucía Chile en el recuento previo a la cita en Tokio. Casi siempre se trata de premios al esfuerzo individual y en deportes colectivos apenas recuerdo la plata en equitación del equipo de uniformados entre los que figuraba un carabinero llamado César Mendoza Durán, y el bronce de Zamorano y compañía en el fútbol de Sidney 2000.
Los problemas de Chile para destacar en competiciones de este nivel se extienden a la mayor parte de América Latina, con las salvedades de Cuba, Brasil, Argentina y México, a las que en los últimos años se va agregando el creciente despegue colombiano. Esos países por lo menos han marcado presencia, aunque no les alcanza para llegar al selecto grupo de las potencias.
Que lo anterior no se tome como consuelo de tontos, porque lo que hay que hacer es tratar de mejorar.
¿Se puede? Sí, pero solo en la medida que la gente se interese, se comprometa y cambie la tele por las canchas, pistas, piscinas y calles. En definitiva, que deje de esperar que el trabajo lo hagan otros y que el Estado reparta cerros de billetes.
Faltan recintos, es cierto, pero se utiliza poco y mal la infraestructura existente, que tampoco es tan mínima. En el sistema educativo al deportista no se le estimula y, menos, se premia, y la familia solo espera que el retoño termine con un lindo cartón aunque tenga el talento necesario para ser un campeón en paralelo. En fin, hay que dejar de quejarse por las carencias y hacerle empeño a moverse.
Por último, cortémosla con darle carácter de histórico a todo lo que nos parece más o menos importante. El término se ha transformado en un lugar común, usado y abusado con entusiasmo en estos días dedicados a lo que ocurre en Tokio y otros lugares de la tierra del Sol Naciente.
Víctor Pineda Riveros
Periodista
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