Hay fanáticos metidos en prácticamente todas las actividades humanas. Esto no es nuevo, pero el crecimiento tecnológico que ha experimentado nuestra especie desde que las máquinas llegaron para facilitar las cosas, ha servido para que los intransigentes que solo creen en su verdad hayan adquirido un poder que en algunos casos es derechamente maligno.
Por estos días el mundo está inquieto por el arribo del talibán al poder en Afganistán, un país muy extraño para nosotros, pero que siempre recuerdo porque aparece en el primer lugar cuando se nombra a las naciones por orden alfabético. Las escenas que hemos visto, con afganos de todas las condiciones intentando huir de su territorio incluso ¡colgados de las ruedas de los aviones!, refleja el terror que representa, especialmente para las mujeres, chocar de frente con el fanatismo.
En este caso se trata de una manía religiosa, cuya principal característica es la reducción de la mujer a un nivel inferior al de un animal, pero también hay fanatismo político, el más común; deportivo, cultural, artístico, animalista, ambientalista, de género y una larga lista de etcéteras.
Fanáticos hay por todas partes y lo peor es que se multiplican más fácilmente que los conejos. Y no es necesario ir tan lejos como a Asia para encontrarlos. Los tenemos aquí mismo, muy agrandados cuando se manifiestan en favor de causas aparentemente muy dignas de Robin Hood, de quien se dice que robaba a los ricos para darle a los pobres. Es por eso que, con ayuda de las redes sociales, siempre dispuestas a respaldar al paladín de turno, los ciudadanos no solamente se atreven a increpar a autoridades o personalidades que tienen la mala suerte de cruzarse en su camino y que no merecen vivir esos malos ratos. Le pasó a Gabriel Boric, a Yasna Provoste y a nuestro estimado amigo Miguel Ángel Carrasco, alcalde de Paillaco, todos atacados en inferioridad de condiciones y sin posibilidad de establecer un diálogo con los agresores. Otra cosa es cuando uno se encuentra con un frescolín que lleva años metiendo las manos en el bolsillo fiscal, mintiendo a sus semejantes o engañando a los que alguna vez confiaron en él. Estos sí que se ganaron un buen raspacachos, pero sin violencia, porque, de lo contrario, el remedio resulta peor que la enfermedad.
Los fanáticos siempre tienen en común el sello de la cobardía, porque atacan en manada, de manera anónima y muy seguros de que difícilmente serán identificados y expuestos a alguna sanción.
El fútbol ha sido terreno especialmente fértil para estos individuos, hasta el punto que cuando se piensa en un fanático de inmediato aparece la imagen de un “garrero” o uno “de abajo”, porque en nombre de sus sagrados colores han repartido sangre, sudor y lágrimas por todos los estadios del mundo y, a pesar de numerosos esfuerzos auténticos o simulados por neutralizarlos, todavía se permiten hacer lo que quieren y cuando quieren.
Sin embargo, hay otros fanáticos menos numerosos, menos ruidosos y menos notorios, pero igualmente dotados de una cabeza impermeable a criterios distintos a los que intentan imponer. Es un cuento muy viejo, y si bien los talibanes han llevado sus métodos y acciones a extremos que parecen devolver al ser humano a la Edad de Piedra, conviene recordar que no son los primeros en intentarlo.
Mucha gente se ha puesto cada vez más agresiva y parece que si no se busca la manera de hacerlos entrar en razón el asunto seguirá empeorando. Lo vemos en la vida diaria. Cuesta entenderse a la buena cuando asoma alguna diferencia, por rasca que sea. Ante esto, no faltan quienes proponen aplicarles la ley del talión, el ojo por ojo, diente por diente, pero definitivamente no se puede combatir al fanatismo con más fanatismo.
Hay que aprender de Gandhi, de Mandela, de Jesús de Nazareth, para salir adelante en esta difícil tarea.
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